Por: Fabiola Santillán – 24/octubre/2025
La destrucción de libros no quema solo papel: quema memoria, identidad y pensamiento
Es el Día Internacional de la Biblioteca y, al recordarlo, vino a mi mente un trabajo que realicé cuando era estudiante universitaria. Quise volver sobre aquel tema que me marcó entonces: la biblioclastia.

¿Conocen de qué se trata?
Parece ser que la primera vez que se utilizó este término fue en 1864, dentro de un texto de teoría religiosa. Más tarde, en 1889, volvió a aparecer en una investigación sobre los llamados biblioclastas. Sin embargo, la generalización del uso del concepto es bastante reciente. En 1993, José Martínez de Sousa[1], en su Diccionario de bibliología y ciencias afines, señalaba que la biblioclastia es la “destrucción de libros, que puede ser de dos clases: natural o bien provocada intencionadamente por el hombre.”
Ambas formas de destrucción han acompañado a la humanidad desde que aprendió a escribir. La pérdida del patrimonio documental no siempre proviene del odio o la censura: también los desastres naturales han devorado bibliotecas enteras. Incendios accidentales, terremotos, inundaciones, huracanes, plagas de insectos, roedores o el simple paso del tiempo han convertido miles de manuscritos en polvo. En zonas tropicales, la humedad y el calor son enemigos constantes de la palabra escrita.

Las bibliotecas, depositarias del conocimiento, han sido a la vez santuarios y víctimas. Entre todas, la Biblioteca de Alejandría se levanta como símbolo de esa fragilidad. De acuerdo con algunas fuentes, un incendio en el puerto se extendió hasta el museo que la albergaba; otras versiones indican que, con el auge del Imperio Romano, sus acervos fueron usados como combustible para los baños públicos.
Sea cual fuere la verdad, su desaparición se convirtió en una herida simbólica que nos recuerda cuán efímero puede ser el saber humano. Alejandría es, desde entonces, un espejo del duelo cultural: lloramos su pérdida como si en ella se hubiese quemado una parte de nuestra propia memoria.
Pero más allá del accidente o del desastre, la biblioclastia intencionada es una sombra más profunda: la que nace del miedo a las ideas. La historia humana puede leerse, irónicamente, en las cenizas de los libros. Cada vez que una hoguera se enciende para consumir palabras, se repite la misma ceremonia: se busca purificar el pensamiento, borrar lo incómodo, imponer una única voz. Los imperios, las religiones y las dictaduras lo han sabido bien: los libros hacen pensar, y pensar es peligroso.

La Inquisición los quemó en nombre de la fe; los nazis, en nombre de la pureza; las dictaduras latinoamericanas, en nombre del orden. En todos los casos, la intención fue la misma: destruir la palabra para someter la conciencia. La biblioclastia es el intento más desesperado de domesticar la imaginación.
Hoy, sin embargo, el fuego ha cambiado de forma. No hay llamas visibles, sino silencios digitales. La censura se disfraza de algoritmo, la manipulación se esconde tras el exceso de información. La destrucción ya no siempre se mide en cenizas, sino en olvido. La saturación de banalidad y el desprecio por la lectura también son formas de biblioclastia: el fuego invisible es la indiferencia.
Cada libro destruido o ignorado representa un fragmento de memoria colectiva que se apaga. Sin palabra escrita no hay cultura; sin memoria, no hay identidad. Por eso, eliminar un libro —sea quemándolo o simplemente dejándolo morir en el olvido— es un acto de violencia contra la humanidad misma.
Lo más inquietante es que el biblioclasta rara vez se reconoce como tal. Suele creerse defensor de la moral, del orden, de la patria o de la pureza cultural. Pero quien necesita acallar una voz lo hace por miedo, no por virtud. En el fondo, cada libro destruido revela la inseguridad de quien teme perder el control del pensamiento.
Aun así, los libros son más persistentes que sus verdugos. Lo quemado se reescribe; lo prohibido se copia en secreto; lo olvidado resurge en nuevas lenguas y nuevos lectores. Ninguna hoguera ha podido extinguir por completo la fuerza de la palabra, porque las ideas no arden: se transforman.

Quizás el peligro contemporáneo ya no sea la quema literal, sino la indiferencia. Cuando la sociedad deja de leer, cuando reemplaza la reflexión por la inmediatez, también destruye libros, aunque los deje intactos en sus estantes. La ignorancia voluntaria es una forma silenciosa de biblioclastia.
Defender los libros es defender la memoria, la diversidad y la libertad. Cada biblioteca que se abre, cada lector que nace, es una chispa de resistencia frente al fuego del olvido. Porque mientras haya alguien que lea, ninguna hoguera podrá consumir por completo la palabra.
[1] Martínez de Sousa, J. (1993). Diccionario de bibliología y ciencias afines (2ª ed.). Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez.
